La reciente discusión presupuestaria resultó decepcionante. Primero, por la imposibilidad de instalar la recuperación del crecimiento económico como eje del debate. Como bancada PS lo habíamos planteado, desde hace meses. Hicimos un trabajo serio de reflexión y elaboración de propuestas. Presentamos un documento a Hacienda.
Poco de eso se plasmó en la ley. La excepción fue la decisión de ampliar el plan especial de viviendas. En general, la instrucción del equipo económico fue priorizar el equilibrio estructural. Pensábamos, en cambio, que el ajuste hacia el balance era compatible con llevar adelante proyectos potentes de inversión pública/privada, especialmente en el área de infraestructura.
Seguiremos sujetos a la inercia inducida por las clasificadoras de riesgo, esperando que vuelvan a alinearse expectativas, confianza y factores externos. Mientras, las señales en todo el mundo, apuntan a que la política monetaria topó techo y que se requiere un mayor impulso fiscal.
Otro tanto ocurrió con educación. No era un presupuesto más. Era un hito importante. Su discusión se cruza con el proyecto de ley de educación superior. Ambos presentan la misma falencia: falta de convicción en un cambio estructural.
La transformación profunda que requerimos es la definición del sistema de educación superior que Chile necesita y el rol que en él juegan las universidades públicas. Ligado con lo dicho, está claro que necesitamos un nuevo modelo de crecimiento y la formación de conocimiento y capital humano es un aspecto fundamental.
Es hora que el Estado reasuma el rol que dejó de cumplir hace más de tres décadas, defina ciertos ejes centrales y oriente la labor de las universidades públicas hacia ellos. Éstas deben liderar la formación de profesionales en disciplinas claves para la nación, como la medicina o la pedagogía. También es relevante su aporte en la investigación en áreas estratégicas, como la energía, el agua, los fenómenos naturales y la comprensión del desarrollo de nuestros niños y adolescentes.
La falta de esa visión nos lleva a entrar a la discusión en forma lateral: por la vía del financiamiento estudiantil. En esa lógica, la derecha tiene objetivos más concretos, como romper la línea divisoria entre el CRUCH y el resto de los planteles. Y lo consiguió. Nuestro Gobierno se concentró en seguir avanzando en la gratuidad, pero renunció a dar en este presupuesto un paso decidido para potenciar a las universidades estatales mediante un programa de fortalecimiento a 10 años. Sólo abrió una puerta, a través de un crédito del Banco Mundial, que deberá ser concordado con el CUECH.
Ambas definiciones globales seguirán pendientes. El IMACEC de Octubre, si bien se explica en razones coyunturales, nos reafirma la necesidad de un estado más proactivo y de otra lógica. Deberíamos disponer de un abanico de proyectos relevantes que cumplan el doble objetivo de reactivar y superar brechas para ampliar el PIB potencial; tales como líneas de metro, conectividad y transporte en regiones, obras públicas, puertos, aeropuertos, hospitales, procesamiento de residuos, etc.
Por otro lado, en educación superior, el protocolo no ha logrado superar las reticencias de los rectores. Falta convicción en un cambio estructural que fortalezca las instituciones estatales. Ello no sólo debe comprometer a la centroizquierda, también a sectores republicanos de derecha. Es perfectamente compatible con reconocer el rol del G9 y con seguir avanzando en gratuidad en el resto del sistema, sobre la base de exigencias claras en materia de inclusión, transparencia y calidad.
Columna publicada en El Mercurio 13/12/2016